miércoles, 24 de octubre de 2012

NO CONOZCO A NADIE


 
 
 
Le dijo que escribiera su nombre y no levantara la vista. Alguien se acercó y le dio un beso. ¡Un beso! Nadie lo había besado desde que era un jovencito de cara, corazón y manos tristes. Cuando se miraba esas manos pensaba que nunca comprendería por qué en las palmas siempre encontraba colores sin nombre, armonías inauditas y un rastro de último vuelo del colibrí que todas las mañanas venía al jardín de su casa a eso de las once.

Recordó entonces a su madre. Era una mujer hermosa, con los ojos iluminados y el alma apagada. Tenía la costumbre de cantar cuando cocinaba y siempre miraba por la ventana y se fumaba un cigarrillo mientras afuera llovía. No la volvió a ver desde aquel día en que sin aviso alguno, se la llevaron dos pensamientos y un apuro impetuoso de dicha y libertad. Él no sabía entonces que soñar a veces cuesta frágiles dolores que al menor toque se derraman por el alma inquietando otros sueños menos vivos pero más asequibles.

“Te dije que no me miraras. Dame tu mano derecha”. Extendió la mano y el dolor fue tan agudo y exacto que el desmayo arribó como una bendición inesperada pero bienvenida. Le pusieron enfrente una libreta vieja y sucia.

 –Lee y dime si reconoces algún apellido.

   Cerró los ojos, las hojas aleteaban suave, despaciosamente, y de pronto sintió el ruido en las sienes y el golpe rotundo y seco en la cara.

   -¡Abre los ojos!, cabrón. ¿Te estás haciendo el listo?

   Abrió los ojos y miró. Ahí estaba el nombre de su única amiga, aquélla que un día ya en la secundaria, le quitara la virginidad a fuerza de caricias sin seudónimo, de roces y gemidos en voz alta que a él le parecieron provocadoramente sublimes.

   También encontró al maestro Saavedra, adicto a Brahms, al ron y a la charla interminable pero amena sobre la poesía y sus virtudes terapéuticas si se administran al espíritu tres sonetos de Quevedo y “Alma desnuda” de Alfonsina Storni, antes de acostarse.

   Macedonio y Mael, los gemelos con quienes compitió por la beca para terminar sus estudios de cello en Linz y luego en Viena. Pobres, nunca le perdonaron que sus dedos tocasen cuerdas y almas con la misma facilidad, elegancia y clemencia con las que mandó a la mierda todo y se volvió a su patria buscando adagios y allegrettos que nunca nadie conoció porque jamás una doble pausa le permitió sembrarlos en el pentagrama que dibujó sobre el océano Atlántico.

   Otra bofetada. Esta vez dolió menos. Ya la esperaba (sabía que se estaba deteniendo demasiado en sus evocaciones), y entonces, sus ojos se paralizaron. Ahí estaba. A un lado del nombre decía: “Finalizada”.

   Laila Baucells. Era ella. ¿Sería posible? ¿Ahí? ¿En ese lugar de espasmos entre la angustia lacerante y las condenas irremediables y grotescas?

   Sintió el beso de nuevo. Le besó también la frente y las manos. Esas manos irisadas, rebosantes de música, de suspiros amparados entre fantasías y cálidos impromptus. Manos ahora bañadas de dolor, de real y ensangrentada deshonra y desesperanza.

   Desdobló uno a uno los recuerdos y la ausencia. Sintió dócilmente la tan añorada ternura de una lágrima simple y fugaz sobre la esencia de esa memoria que había mantenido fría y apática lo mejor que le había sido posible. Fue un momento de lucidez, de fina y blanda dicha. Se comparó, indignado, con el dictador, con el pelele en cuyo raído ser ya nadie se atrevía a escupir con la consciencia autónoma y honesta.

   Apretó la confianza a su pecho, acalló las antiguas voces que lo atormentaron mucho más que ese tipo impenetrable y eclipsado que con saña lo torturaba y, entonces, cedió. Cedió por fin al perdón, al indulto que significó más luz y felicidad que todos esos años de irritable y molesta indiferencia intentando olvidar el abandono indigno, inmerecido.

   Miró impasible y de frente al hombre torvo que se disponía a cortarle el último dedo. Miró aquellas manos ásperas, rústicas, elementales y dijo, obscureciendo el grito horrendo, ya sin ese miedo abyecto corriendo con su sangre por el suelo:

   -¡No! Ya le dije que conozco a nadie.

 
Liz Barrio

Septiembre 2009

3 comentarios:

  1. No conocía tu maestría con la prosa Liz, me impresionó la fluidez y la veracidad de tus letras.

    Un placer disfrutar de tu blog.

    Un abrazo.

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  3. Ishyma, es mi privilegio saber que has acudido a mis líneas, lo valoro y aprecio sinceramente.
    Gracias por tu bello y generoso comentario, seguiremos hallándonos en la letras.
    Un abrazo fuerte

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Gracias